Rubén Bonifaz Nuño

NECESIDAD DEL ESTUDIO DE LA CULTURA PREHISPÁNICA MESOAMERICANA

El estudio del antiguo mundo mesoamericano, de su sentido y de la necesi-dad de su actual permanencia, se vuelve ahora como nunca en un propósito de urgente realización.

Hoy que los pueblos ocupantes de esa área geográfica, unidos por lengua, costumbres, étnicas raíces, se miran asediados, al igual que todos los de Latino-américa, por hostiles fuerzas abrumadoras; amenazados por continuas acciones de ocupación colonial en sus íntimos aspectos espirituales, sociales y econó-micos, se impone como una condición de sobrevivencia primero, y luego de crecimiento en una existencia de libertad soberana, la afirmación de sus idiosincrasias nacionales.

Ahora bien: como hombres que somos constitutivos de esos pueblos; como hacedores de naciones con características propias, hemos de buscar lo que individualmente es poderoso a definirnos; aquello que como exclusivamente nuestro nos pertenece, a fin de partir de ese principio, de sus valores éticos, sociales, artísticos, en pos de una consolidación cultural y civilizadora en la cual seamos capaces de educarnos para la libertad y la igualdad.

Es patente que, bajo esta luz, lo único con que contamos como particular-mente propio nuestro, es nuestro mundo anterior a la invasión europea. Todo lo demás es en la actualidad compartido por nosotros con otros pueblos: idioma y religión y costumbres; ya sea que nos hayan sido impuestos o que los hayamos adquirido en una manera de conquista.

La cultura occidental, las nacidas en otras partes del mundo, son nuestras así, pero no lo son exclusivamente.

En este mundo en el cual ya todas las cosas van siendo próximas; donde los modernos medios de comunicación influyen de continuo en las conciencias, informando de lejanos

acontecimientos casi en el momento mismo en que ocurren; donde la cultura se va haciendo común y general y uniforme, es de observarse que las antiguas formas culturales mesoamericanas, o bien se excluyen despectivamente de esa
universal difusión, o bien, despectivamente, se difunden como manifestaciones que pueden llamar la atención por extrañas y primitivas, producto de rudimentarios impulsos humanos; sujetas siempre, salvo acaso cuando se consideran como obras de arte, a juicios equivocados y sin fundamento real que
sistemáticamente conducen al desprecio.

Esto se debe, desde el origen, a que la calificación de las creaciones de nuestra antigua cultura ha sido entregada al juicio de extranjeros quienes, desde la soberbia de la cultura occidental, han desestimado la nuestra a la cual conceptúan inferior, sea porque no quieren o no pueden comprenderla en lo que es; sea porque su perpetua voluntad de dominio los lleva, por insidiosa conveniencia, a justificar con tal supuesta inferioridad la aplicación de sus voraces impulsiones explotadoras, impulsiones que con su incesante crecimiento han llevado al planeta hasta los bordes de su aniquilamiento como espacio habitable.

Tales juicios, inspirados por la ignorancia o el abuso, enunciados por los ex-tranjeros acerca de nuestra cultura primordial, han sido, a causa de la colonización mental que padecemos, repetidos y difundidos por nosotros mismos, con lo cual nos admitimos inferiores, perpetuamente vencidos por la superioridad extranjera.

A fin de contrarrestar la situación derivada de tal actitud colonizada, se impo-ne ahora la necesidad de valorar efectivamente esa antigua cultura nuestra, fundamento original de lo que somos, rebatiendo los denigrantes juicios de que ha sido víctima, y emitiendo otros fundados en la verdad y que vendrán a establecerla en su luminosidad definitiva, como exaltadora del valor supremo de lo humano.

"El hombre es la medida de todas las cosas", decía el griego, otorgando al ser humano una suerte de dominio sobre el mundo; "Mata y come", dice Dios al hombre en el Nuevo Testamento. Así, las dos vertientes de la cultura occidental, la helénica y la judeocristiana, atribuyen al hombre, para subsistir, el dominio de las cosas y la autoridad para destruirlas.

Moralmente muy por encima de tal concepción, el antiguo indígena mesoa-mericano, como se desprende de sus imágenes y sus textos, proclama la suya: el hombre es el principio de la creación del mundo y el encargado de su preservación y su desarrollo hacia lo perfecto. Sobre esta concepción se edifica a sí mismo, y edifica el mundo a su alrededor.

Así es como construye la cultura de que somos, hasta hoy, exclusivos herederos. Intentemos, pues, comprenderla en sus raíces y sus frutos, para conocer qué es lo que somos; qué, lo que debemos ser.

Del intrincado conjunto de actitudes comunitarias que siempre se han revelado como propias nuestras, resaltan dos fundamentales: el optimismo y la vocación moral de edificar.

Tales actitudes se han mostrado incesantemente en nuestra resistencia a las agresiones colonizantes, las cuales por intensas que hayan sido, no han bastado a destruir nuestra esencia interior.

Ese optimismo y esa vocación, conceptos existenciarios que dieron funda-mento a nuestro hombre indígena fuerte ayer, hoy exteriormente desvalido, nos sostienen todavía, y nos identifican ontológicamente como orgullosos orgullosos constructores, aun cuando históricamente hayamos sido incomprendidos y vejados.

Quienes apliquen su pensamiento a ese ente actual y pretérito y a sus posibilidades actuales y futuras, a fin de explicar su apertura hacia el mundo tendrán que tomar en cuenta su voluntad de colaborar en la creación de éste, y de adjudicar sentido de perfección a lo que él construye a partir de tal creación original.

Sin la consideración de los aducidos conceptos existenciarios, no será com-prensible la calidad de esta cultura nuestra, patente en obras a las cuales velan ahora las bárbaras opiniones y la incuria en que las dejamos zozobrar.